por Camila Ahumada Cáceres
Fotografía: Leo Prieto

En Chile, cerca del 20% del territorio está bajo alguna categoría de conservación (existen 30, entre ellas: Parque Nacional, Reserva Nacional, Monumento Natural, etc). A pesar de esto, hay pocos modelos de gobernanza local y la mayoría de las áreas protegidas están gestionadas por instituciones como Conaf y Bienes Nacionales. ¿Qué pasa entonces con la autonomía de los pueblos para tomar decisiones sobre su territorio?
ICCAS: VÍNCULOS CON LA TIERRA Y SU GOBERNANZA
En general los pueblos precolombinos tenían y tienen un fuerte vínculo con la tierra y la naturaleza, ese vínculo puede ser emocional, económico, social, político o todas las anteriores. Algunos pueblos encuentran en la naturaleza a sus dioses y diosas, otros son muy conscientes de que necesitan a la naturaleza en buen estado de salud para sobrevivir y otros necesitan la tierra para trabajarla.
Pero, ¿Qué significa la gobernanza y la conservación local? Esto quiere decir que los territorios son gestionados por las comunidades que históricamente han vivido en ellos, sean indígenas o no, con el fin de ser conservados y protegerlos para mantener su biodiversidad y el equilibrio natural que permite la vida en ellos. Estos territorios que cuentan con esta forma de administración son reconocidos en el mundo como Áreas de Conservación Indígena y Local, ICCAS o ACPIC (siglas en inglés y español respectivamente).

¿OTRAS CARACTERÍSTICAS DE ESTAS ÁREAS?
Son territorios que ya están muy bien conservados, porque las comunidades que ahí habitan tienen una relación de cuidado y respeto con la tierra, la admiran y pueden sentir el equilibrio que en ella existe y valorar la importancia de las relaciones entre especies. La biodiversidad presente en sus territorios ha forjado su cultura y su identidad, por lo tanto esa tierra es el fundamento de su propia historia.
MAPULAHUAL, PIONERA EN CHILE
Una de las primeras ICCAS de Chile se llama Mapulahual, su nombre hace alusión a los bosques de Alerce que ahí crecen (Tierra de Alerces), los últimos grandes bosques de Alerce del mundo. En su interior habitan 6 comunidades que están conectadas por un largo sendero y por el mar, no hay camino vehicular que las una, sin embargo, la conexión en pro de la conservación es evidente.
“Las comunidades que ahí habitan tienen una relación de cuidado y respeto con la tierra, la admiran y pueden sentir el equilibrio que en ella existe y valorar la importancia de las relaciones entre especies.”
Recuerdo perfecto la primera vez que estuve ahí. Después de casi tres horas de camino en su mayoría de tierra, llegué directo a Manquemapu, una de las comunidades de la parte sur. Emocionada aún por el cruce de la cordillera de la Costa, mi primera impresión fue “lo salvaje” pero acogedor del paisaje. Unas cuantas casas con sus chimeneas humeantes a los pies del monte, un río y un bote amarillo listo para ser abordado, la Selva Valdiviana con sus olivillos, canelos y melies, los alerces centenarios bien erguidos en la montaña y las olas furiosas del Pacífico. Parece que estoy frente a una arpillera viva, de esas arpilleras que una conoció cuando niña en los 80, cuando las arpilleras eran una forma de sostener la memoria, de denunciar injusticias pero también de retratar la identidad de los diferentes rincones de este país.

Con ese conmovedor paisaje frente a mí, pensé en lo “aislada” del resto del mundo que me sentía, en esa época no había señal de teléfono, la gente se comunicaba a través de radios y estábamos a casi 3 horas del centro urbano más cercano.
Luego de 4 días en ese escenario nutriendo mis sentidos de historias, sonidos, sabores y aromas olvidé el aislamiento y me fundí en el equilibrio de esa tierra donde todo es perfecto porque todo tiene una razón de ser y estar. Me sentía un elemento más de la arpillera.